Monday, February 13, 2012

¿Profesional o inmigrante? Poniendo las cosas en su sitio

Los documentos están encima del escritorio, listos para que les dé un último repaso. Me han limpiado de virus el ordenador y lo tengo de nuevo operativo. También tengo las especificaciones del nuevo informe que me han encargado en mi bandeja de entrada del correo electrónico. Todo parece estar en su sitio, especialmente cuando dirijo la mirada a la esquina noble de la habitación. Necesito dar ciertos paseos de vez en cuando para estimular mi creatividad. Mis paseos hacia el otro extremo de la casa me conducen por un angosto pasillo donde hay un espejo de medio cuerpo. Y éste me hace ver que, desgraciadamente, todo no está en su sitio. Observo mis marcadas ojeras y recuerdo que hace ya un tiempo las cosas se han descolocado. Estos días que tú estás fuera del país le he dado algunas vueltas al tema. ¿Algunas? Muchas, demasiadas, diría yo. Y mis ojeras lo corroboran indefectiblemente.

Todo comenzó hace 7 años en Vancouver. Allí se celebró el workshop donde tú y yo teníamos que preparar las líneas conjuntas de actuación de nuestras empresas. Tras varios intercambios de ficheros en modo asíncrono y también varias reuniones online, nuestro trabajo de meses culminaría con un documento maestro que elaboraríamos durante la reunión de Vancouver. La jornada fue exitosa, tanto desde la perspectiva laboral como personal. Dispusimos de tiempo libre para conocernos mejor, descubrir que teníamos mucho en común y que disfrutabamos de nuestra mutua compañía. Este breve encuentro se convirtió en un romance que se consolidó en el tiempo. Tras catorce meses viviendo cada uno en su país, decidimos que queríamos compartir nuestras vidas en la misma ciudad. Así fue como dejé Sao Paulo para irme a vivir a San Sebastián, una pequeña ciudad costera al otro lado del charco. Me llevé unos pocos bártulos conmigo al viejo continente, y nos casamos en la más absoluta intimidad. Ni siquiera pudimos tomarnos todos los días libres que nos correspondían por derecho tras desposarnos. Estábamos demasiado atareados con proyectos que nos ocupaban en aquel momento, y vivimos sólo cuatro días de luna de miel. Suficientes, creo. La verdad es que los siguientes días, semanas, meses, los viví también como tal: una prolongada luna de miel sin salir de San Sebastián, mi nueva ciudad. Aquella ciudad que, en mi infinita ingenuidad, pensaba en aquella época que me acogería con los brazos abiertos.

Mi vida en Brasil no era insatisfactoria. Todo lo contrario. Disfrutaba cada día y no había dificultad que no superara con mayor o menor esfuerzo. Mis perspectivas laborales no eran menos halagüeñas. Mi decisión de dejar el país venía claramente motivada por desarrollar con más normalidad mi relación —hasta la fecha, a distancia—contigo. Decir que me arrepiento de tal decisión no sería totalmente cierto, pero expresar lo contrario sería una afirmación demasiada simplista como para definir cómo me siento ahora con tal decisión.

La visión más puramente estética de la ciudad me descubría un paisaje que al principio se me antojaba como cercano y agradable. La cotidianeidad y relación más o menos habitual, aunque en la mayoría de los casos superficial, con los habitantes de la ciudad hizo que esa supuesta cercanía me ahogara y se me hiciera sumamente desagradable. Me encontré con seres que no eran más que una burda representación de sus más grandilocuentes deseos; representándose a sí mismos e intentando ser mejor personas de lo que sabían que eran, pero siendo conscientes de que eran máscaras amables que tapaban gestos grotescos. El divorcio entre lo que eran y lo que querían ser era tan evidente para mí que me preguntaba si les merecía la pena el enorme esfuerzo que tal metamorfosis fingida les suponía. En circunstancias normales uno puede evaluar con mayor o menor condescendencia este tipo de comportamientos humanos, pero cuando la bajeza humana explota sobre ti y las salpicaduras te impregnan, no hay otra opción. Cuando la mierda te cae encima, te tienes que rebelar contra esos que te están jodiendo.

No recuerdo cuándo empezó. Seguramente desde que puse el pie por primera vez en esta ciudad de bolsillo, aunque por aquella época no era consciente de ello. Era demasiado feliz paseando abrazada a ti como para percibir otros entes a nuestro alrededor. Pero es muy probable que ya sucediera. Sus miradas, ofensivas e inquisitivas. Sus comentarios, destructivos e insolentes. Sus esencias, agrias e hirientes. Y solíamos reírnos de ellos parafraseando sus comentarios. Como aquella vez que oíste a aquellos ruidosos compañeros decir: “¡Joder, con el Ricardo! ¡Vaya mulatona se ha pillado el colega! Y parecía tonto cuando lo compramos…”. Y recientemente, una compañera —a quién no le dirijo ya mi saludo— también dijo algo así como que “las brasileñas sabemos bien como mover el culo de negra y abrirnos de piernas ante un hombre con pelas”. Esto me lo guardé para mí. No quería ni creía que debía compartirlo contigo, porque ya habíamos traspasado ese umbral de lo que nos parecía gracioso. Ya no era divertido compartir el testimonio de la miseria humana que nos rodeaba. Ya no nos unía, si es que alguna vez lo hizo, sino que nos hacía ver que no estábamos solos en este mundo. Que muy al contrario, vivíamos en una ciudad de mierda donde la gente, o se aburre demasiado con sus vidas propias, o tiene miedo a vivir la vida fuera de sus clichés. Pero ya casi podía adivinar cuándo habías oído inadvertidamente uno de esos comentarios absurdos o recibido las miradas mezcla de estupor y envidia de tus compañeros imaginando nuestra vida sexual. Esos días estabas más esquivo y te mostrabas especialmente lacónico. Había un atisbo de tristeza en tu mirada que lo decía todo. Y sabía que no debía preguntar para no meter el dedo en la llaga.

Pensaste que quizá, cambiándonos de ciudad, nos sentiríamos más a gusto. Atribuías la causa de este mal a la pequeñez —aunque no sólo de tamaño— de la ciudad, reflejada en el provincianismo de sus habitantes. Por eso, sugeriste Barcelona como un posible nuevo enclave donde empezar de nuevo. Nuestra trayectoria profesional contrastada nos permitiría encontrar un trabajo a nuestra medida sin gran esfuerzo, incluso en los tiempos de crisis que corren. Y ese era ahora el plan. Perfecto, salvo por un pequeño detalle. Que yo quería que fuéramos nosotros quiénes tomáramos nuestras elecciones vitales, no el entorno quién nos diera la patada y nos hiciera pensar que “nos íbamos porque queríamos y podíamos”. Perderíamos de vista “la puta barandilla”, como ya habías empezado a llamar a la ciudad que te vio nacer y crecer y en la que siempre habías sido feliz. Pero no me parecía justo. ¿Y si allá donde fuéramos me mirasen por encima del hombro (por no decir a mi trasero) cada vez que alguien se dirigía a mí? ¿Con esa altanería impropia de alguien que no sabe reconocer a la persona que habita en mí? ¿Y si vieran en mí a la inmigrante que se abre de piernas en vez de a la profesional que soy y siempre he sido, y cuyo único pecado ha sido enamorarse de ti?

No quiero tomar ese riesgo. Antes me volvería a la tierra que nunca me cuestionó, allá donde las dificultades se pueden superar y donde puedes besar a tu amado en la calle sin que nadie murmure, critique o directamente insulte. Aquí no puedo. Y no quiero volver a ver ese gesto de amargura contenida en tu cara. Eso no. Daría cualquier cosa por borrar cada atisbo de tristeza en ese rostro tuyo que me conquistó en Vancouver. Te dejo aquí, muy a mi pesar, para que seas feliz. En este estúpido entorno que juzga o prejuzga demasiado alegremente. Sé que para ti no es inhóspito, y me sentiría mal sacándote de él. Me pondré aquel vestido que tanto te gusta para que te quedes con esa imagen mía, y me sumergiré en las aguas de la playa de la Zurriola. Que mi cuerpo tostado sea mecido por las olas hasta que me dé un plácido sueño. Diles a los donostiarras que les den mucho por ahí. Y por favor, amor mío, no sufras mi pérdida. Porque te estaré allí esperando, en el limbo al cual van las almas gemelas, allá donde no hay colores diferentes de piel y volvamos a ser tú y yo, sin nadie más que condicione nuestra existencia y nuestro amor.

(Dedicado con mucho cariño a Elza. Estés donde estés, que tu dolor ya haya desaparecido)

2 comments:

  1. Yo que ella sí hubiera asumido riesgos y me hubiera vuelto a Brasil con él. No se debe dejar que una ciudad con sus habitantes de mierda la deprima a una hasta que no vea otra salida que quitarse la vida. Hay que actuar antes, aunque parezca difícil.
    Te ha quedado triste y hermosa la historia.
    ¡Un abrazo!

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    1. Gracias, Kanif.
      Sí, quizá ella debería haber respondido alejándose algo más de su entorno, sin dejarse influir. Pero también aquellos que la agredieron pueden replantearse su actitud a partir de ello. Creo que ella responde con una agresión al entorno para (intentar) provocar un cambio en sus mentalidades. Otra cosa es si lo consigue o no.

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